El Jaguar I-Pace.
La autonomía del vehículo eléctrico es uno de sus principales caballos de batalla. Sigue creciendo, pero más por el aumento de la capacidad de las baterías que por una mayor eficiencia. Coche eléctrico no es necesariamente sinónimo de coche eficiente. Hay eléctricos que gastan 16 kWh/100 km reales mientras otros gastan más de 30 kWh/100. De hecho, el coste por kilómetro de algunos de ellos ya no dista tanto del gasto de un vehículo diésel moderno u otro de gas natural. El aumento de autonomía llega así vía incremento de esa capacidad de carga, como si nuestros coches de hoy incorporaran depósitos de 100 litros. Ello supone también considerables incrementos de peso. Por ejemplo, la batería de un Jaguar I-Pace alcanza los 600 kg, y la de un Audi e-tron se mueve en cifras similares. Hay que mover semejante carga, resto del vehículo y pasajeros al margen. Con energía eléctrica almacenada.
Pero baterías de semejante tamaño exigen un tiempo de carga que, sin las instalaciones apropiadas, excede incluso las horas de todo un día. En ocasiones, con cifras irrisorias de autonomía —no daremos más datos— para el tiempo de carga exigido y el coste del vehículo. Sin hablar de temperaturas ambientales elevadas o bajas, con uso de aire acondicionado o calefacción. Ah, y el enchufe, para quien pueda permitirse una instalación adecuada. Pregunten en su comunidad de propietarios el follón necesario para una acometida individualizada. La Ley de Propiedad Horizontal ya obliga a que se autorice instalarla si el propietario lo pide, pero muchos aparcamientos españoles cuentan con instalaciones de acometida solo para enganchar unas decenas de fluorescentes y una puerta automatizada, no de carga simultánea para decenas de vehículos. Pidan presupuesto y viabilidad técnica para reacondicionar toda su comunidad, y lo comprobarán.
Salgamos ahora fuera del radio de autonomía urbano de un vehículo eléctrico tradicional. El coche se convierte en un bebé del que es necesario estar permanentemente pendiente. Tanto en conducción —por su autonomía limitada—, durante la recarga o planificando rutas según los postes disponibles. Un vehículo eléctrico en uso similar al de uno convencional supone una dependencia logística y mental agotadora. Un gasolina o diésel pide cuatro o cinco minutos para rellenar un depósito para de 600 a los 1.000 kilómetros de rango. Por el contrario, varias horas de recarga dan para circular por carretera solo dos o tres. El viaje de Madrid a Vigo con un modelo de esa marca emblemática obliga a pasar por una localidad castellana concreta donde esa compañía ha instalado un cargador. Un desvío inesperado o un consumo de energía más elevado por atascos o determinadas condiciones ambientales, y el vehículo acabará como aquel subido a la grúa suiza.
Los enchufes... que en España escasean
Cabe imaginar una operación salida, por ejemplo, con miles de vehículos buscando puntos de carga entre el kilómetro 200 y el 300 desde una gran ciudad. Si los rápidos tiempos de recarga actuales rondan los 45 minutos por coche, ¿cuántos puntos serían necesarios para satisfacer picos tan elevados de demanda? Y aunque fueran pocos coches a cargar, porque el flujo de energía se reduce a medida que aumenta su número. Pregunten en una reciente electrolinera inaugurada a bombo y platillo por una gran petrolera. Cargar un vehículo en solitario podría no ser tanto problema, pero pruébese en manada. Por no hablar de los que se quedarían sin jugo en atascos inesperados con la autonomía media de los coches eléctricos actuales.
La huella global
Al margen de las consideraciones prácticas anteriores, cabría también citar la huella global de un vehículo eléctrico tanto en su proceso de fabricación como en el suministro de energía. ¿Cómo se generará esa electricidad capaz de mover millones de vehículos eléctricos, si fuera el caso? ¿Con energía nuclear? ¿Hidroléctrica? Entonces, si el coche eléctrico vive aún su adolescencia, ¿por qué lanzar infantiles mensajes que desvirtúan la realidad que vivimos? ¿Por qué alocadas apuestas sobre una acelerada desaparición del diésel primero, o del motor de combustión después, si todavía están lejos alternativas viables para satisfacer la realidad cotidiana del usuario medio desarrollada en este último siglo del automóvil?
El ser humano afronta uno de los mayores desafíos de su historia: reducir —y cómo— el impacto medioambiental del transporte individual y colectivo que tanto ha contribuido a los niveles de vida y económicos actuales. Un proceso imprescindible, pero largo, complejo y, desde luego, incierto. De momento, seamos realistas y pragmáticos. Y escuchemos a quienes saben.
Fuente: El Confidencial
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